miércoles, 13 de febrero de 2013

AÑORANZAS DEL PASADO. EL COLEGIO. PRIMERA PARTE.


Cuesta del Chapiz
 
Cuando el tiempo ha pasado, cuando los años han ido dejando sobre mi cabeza el tinte blanco de las canas que peino, o la carencia de ellas sustituidas por la pátina brillante de una calvicie reluciente, en el interior de ese caletre mi imaginación se ha echado en algún momento a volar y pasando rápidamente por el túnel del tiempo me he trasladado a aquellos años de mi niñez.
 
Cerrando los ojos, como el que quiere soñar despierto, he recorrido mi colegio, me he encontrado con mis amigos y maestros y he percibido el sonido mismo de aquella campana que nos invitaba a entrar o salir, las voces de los compañeros y compañeras durante el recreo, el perfume de las rosas y madreselvas, el polvo del largo camino del colegio, en los días cálidos del verano, o el gélido frío que, encañonado, venía por el Valle de Valparaíso y calaba en nuestros desnutridos cuerpos, en aquellas  rigurosas mañanas de invierno.
            Hoy, de repente, me he hecho niño, mi mente se ha impregnado de la edad de mi infancia y he vuelto a penetrar en la escuela que con aquella edad viví.
El hombre que se hizo
niño.
La tarde va declinando y el calor sofocante de este mes de Julio se va amortiguando por la debilidad de los rayos solares en este atardecer.
 La Cuesta del Chapiz, de piso terroso y pedregoso, es el calvario de los mulos que arrastran esa pesada carreta sometidos a los improperios, blasfemias y varetazos, sobre sus lomos, que les propinan esos carreteros que de forma inhumana quieren que esas pobres bestias sobrepasen sus fuerzas para llevar la carga al final de la cuesta.
Aún se percibe en ella el rastro del olor que las vacas de “Joseico” han dejado cuando han bajado, como ritualmente hacen todas las tardes, a abrevar en el Molino del Negro, que se encuentra por debajo del Carmen de Salazar, contiguo a nuestra puerta de entrada al colegio, siendo la diversión de grandes y pequeños, escondiéndonos en portales y trepando por las rejas de las ventanas para evitar un mal encontronazo.
Portada principal de entrada al colegio.
 
Aquella portada de entrada era majestuosa, o por lo menos a mí me lo parecía, tenía un gran portón, era de madera con dos grandes hojas pintadas de marrón, algo carcomido por la pátina que va dejando el tiempo; todas las tardes se abría, de par en par, para dejar salir a la grey infantil que después de una jornada escolar marchaba a sus respectivas casas. Una pequeña puertecita se abría en el lateral derecho, habitualmente era el lugar para penetrar en el interior. La parte superior de aquel portón  terminaba en forma semicircular, donde se podía leer en grandes letras, ESCUELAS DEL AVE MARÍA.
Todavía rechina en mis oídos el chasquido de aquel gran cerrojo que, todas las noches, cuando mi padre volvía de cumplir con su jornada laboral, solía echar; era el indicativo de estar ya en casa y tranquila y plácidamente podía echarme en brazos de la noche para cubrirme con la sábana de los sueños. (Por si alguien lo ve extraño he de decir que yo vivía allí en la entrada del colegio).
Puerta de entrada al colegio. (1940)
Por encima del portón había un dintel y sobre éste un asta de madera donde los grandes días de fiesta Torcuato, mi padre, colocaba la Bandera Nacional.
Puerta de entrada al colegio (2013)
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Había un zaguán, a continuación de la entrada, limitado por una cancela, pasada la hora de comenzar la jornada escolar, Josefa, mi madre, cerraba impidiendo la entrada a todo aquel que no era fiel al cumplimiento de su deber.
 
El zaguán de la entrada al colegio.
 
Vista la entrada desde el interior del colegio, se podía vislumbrar en la parte superior una enorme campana, dejaba su ronco sonido en el aire tanto a la hora de entrada como a la de la salida; debajo de ella, impreso en letras en relieve, un letrero con el siguiente mensaje: TODO PARA TODOS.
La sombra que proyecta el parral, sobre el empedrado del suelo, invita a penetrar en el interior en este aciago y caluroso día de Julio mientras sobre mi cabeza resuena el zumbido de un enjambre de avispas que, ávidamente, están dando cuenta de uno de los muchos y hermosos racimos de uvas, como bombos de feria penden del parral.
 
 
La portera del colegio, mi madre, atiende al padre de un alumno.
Vista primera del colegio.
 
 Más de un suspiro se ha dejado, en algún momento, sentir por los niños y niñas deseosos de comer tan deleitoso manjar, con la mirada hubieran querido dar buena cuenta de ellos; Francisco, aquel guarda cojo, apoyado en su bastón, era un fiel vigilante de lo que después, y una vez hecha la recolección, todos podríamos disfrutar.
La familia de la portería y el jardincillo primero del colegio.
 
El jardincillo que había en el lateral izquierdo daba fe de los años de existencia que debían tener aquellos inmensos bojes, limitando el borde de cuatro pasillos, se dirigían al centro donde se elevaba una inmensa glorieta formada por ocho enormes pinos, se enlazaban en la parte superior.
Todavía mi pituitaria detecta, aunque sea solamente con las alas de mi imaginación, el perfume de las rosas, de la hierbabuena que mi madre me mandaba coger para echársela a la sopa, de aquel níspero por el que trepaba en el mes de mayo para arrebatarle su exquisito fruto o de aquella gigantesca adelfa que, al final del jardín, daba las últimas pinceladas de color. 
La sombra que proyecta el parral sobre el empedrado del suelo.
 
La tapia que servía de divisoria entre el colegio y el contiguo Carmen de Salazar relucía por su encalado y en él se podían leer eslogan de carácter pedagógico, tales como: RELIGIÓN Y PATRIA. PUEBLO SIN FE, PUEBLO PERDIDO.
Nos encontramos con el primer cobertizo, los niños le llamábamos “las latas”, era el lugar establecido por D. Andrés Manjón para dar la clase al aire libre. Aposentando las posaderas sobre tres largos escalones de cemento más de sesenta chiquillos canturrean, “…de diez me llevo una, de veinte, dos, de treinta, tres…” bajo la mirada de aquella maestra, con ellos también canta.
Sobre la pared de aquel techado, en baldosas blancas y negras, aprendimos el abecedario y los primeros guarismos de nuestra numeración.


En las baldosas blancas y negras aprendimos el abecedario y la numeración.
 
Todas las tardes, bajo esas chapas de metal, dirigidos por D. José el de la música, -como así le llamábamos- la banda de musiquillos interpretaba el Ave María mientras todos los alumnos, colocados en rigurosas filas y acompañados por nuestros maestros y maestras a coro, la cantábamos.
La banda de música.
Después salíamos radiantes y jubilosos por aquel gran portón para invadir la Cuesta del Chapiz lanzando a los aires aquella canción: “cumplimos en la escuela con nuestra obligación, demos por ello gracias, mil gracias al Señor.....,” terminando con aquel “maestro querido de mi corazón, el Señor te guarde quédate con Dios”.
Contiguo a las primeras chapas, ya descritas, se construiría una clase para resguardarnos de los días más desapacibles del invierno.
La banda de música despide a los alumnos al salir del colegio.
 
Los alumnos al salir del colegio en la Cuesta del Chapiz.
 
Una imagen de la Virgen, colocada sobre una columna, ocupaba el frontón principal de un pilar próximo a esta clase. Una escalinata, a ambos lados de la columna, servía de soporte a un nutrido número de macetas que en forma graduada adornaban aquella fuente. Al pie de la columna había una especie de concha por donde brotaba el agua para llenar un pequeño estanquillo; en el pretil de aquel pilar un número de chorritos de agua calmaban la sed a todo el que por allí pasaba.
Comienza ahora el largo paseo que nos ha de conducir al interior de la escuela. Caminamos bajo aquel maravilloso palio de parrales; el camino, bordeado a ambos lados por un seto de pinos y bojes limitaban  las huertas de Fernando el jardinero y la de Torcuato.
Una imagen de la Virgen colocada
sobre una columna.
 La huerta de la izquierda era un precioso vivero, todo plagado de flores, con unos ciruelos tan sumamente cargados de este hermoso fruto que las ramas llegaban a dar en el suelo. Se entraba a la huerta por un cancel de hierro situado en mitad del camino y frente a él un hermoso níspero, algún compañero, montado en sus ramas, hubo de bajarse precipitadamente ante la inesperada visita de D. Domingo, el director, o permanecer en él, para evitar el castigo, hasta que éste, aburrido de esperar, se marchase.
Limitaba aquel vergel con el muro terroso de la Escuela de Estudios Árabes, coronado por aquella larga jardinera, plagada de pensamientos. Los “naranjos locos”, como acostumbrábamos a llamarles los niños, eran el polvorín de donde salían los proyectiles, convertidos en naranjas que, desde aquellas alturas, nos lanzaban los becarios de Marruecos, cuando solíamos meternos con ellos.
De aquel muro terroso solían caer hacia la huerta gigantescas matas de alcaparras, fruto que en más de una ocasión, cogíamos para echarlo en vinagre.
 
Vista parcial de uno de los rincones del colegio.
 
A la huerta de enfrente, por donde pasaba la acequia de San Juan, que venía recorriendo, al descubierto, todo el colegio, se entraba  a través de una puerta de madera. Todo el borde de aquel canal acuoso estaba plagado de descomunales higueras, cuyo fruto en más de una ocasión pudieron saborear, las “candongas”, (higos secos) los primeros niños que pisaban el colegio, eran los elegidos para tales menesteres.
 
Paseo central del colegio.
 
Tenía Torcuato una pequeña choza, al principio de la huerta, pegada a la pared limítrofe del Carmen de Salazar, cabaña que servía para criar un cerdo, era la envidia de todos cuantos lo veían.
Donde estaba la huerta de Torcuato ahora hay una pista deportiva.
 
La huerta tenía diversos árboles frutales: un hermoso peral, algunos manzanos y ciruelos entre ellos recuerdo uno de ciruelas de fraile que, por cierto, estaban riquísimas. Allí se cultivaba toda clase de hortalizas: lechugas, pimientos, berenjenas..., la huerta limitaba con el Carmen del Negro del señor Guerri, el dueño de Fotomatón, cuyo laboratorio fotográfico estaba en la Calle de Reyes Católicos.
El lindero último de la huerta estaba protegido por unos zarzales cuyas moras negras, en más de un momento, recrearon nuestro paladar.
(Iré dando la versión del colegio que me tocó vivir en próximos archivos, describiendo las clases, los maestros, maestras, diversos lugares, rincones y vegetación).
                                                                           José Medina Villalba.

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