miércoles, 20 de febrero de 2013

AÑORANZAS DEL PASADO. EL COLEGIO. SEGUNDA PARTE


Durante la noche el "maná caído del cielo...

La mañana, aquella mañana del mes de enero, era fría; durante la noche el “maná” caído del cielo, en forma de copos de nieve, había convertido nuestro Colegio en un cuadro maravilloso. En estos tiempos, cuando la temperatura por las circunstancias climatológicas ha cambiado, en la ciudad desde hace años no vemos la nieve; nosotros, los de aquellos tiempos, sí que pudimos, en más de una ocasión, saborearla aunque eso sí, con unas protecciones corporales de vestimenta y abrigo muy lejanas de las que hoy día poseen nuestros niños.
 
El color gris plomizo del cielo...
Los días de nieve son totalmente distintos a cualquier otro día; el color gris plomizo del cielo contrasta con la blancura  del manto níveo, el silencio acolchado de la atmósfera que nos rodea se hace más intenso y profundo, el caminar sobre la nieve rompiendo con nuestra pisada su virginidad nos traslada a un espacio lunático donde la gravedad parece como si no existiera.
 
 
                                              Quedé perplejo ante aquel inmenso pastel...
 
 
Aquella mañana, después de abrir parsimoniosamente la ventanita que daba al dormitorio, con ánimo de no romper el encanto que mis ojos iban a descubrir, quedé perplejo ante aquel inmenso pastel de merengue que ofrecía el jardín de entrada al Colegio. Pocos fueron los minutos que invertí en cubrir mi cuerpo y plantar mis pies en aquel colchón albino, sin hacer caso de los consejos de mi madre
 

que me indicaba que me abrigase; quería ser el primero en recorrer el Colegio antes de que mis compañeros y demás alumnos rompieran, pisotearan y destruyeran aquella pintura que, durante la noche, Dios con pinceles de fantasía y con pintura blanca combinada con la diversidad de colores con que la Naturaleza cubre la Tierra, había plasmado en el Valle de Valparaíso.
 
 
                                         
Todo enmudecía, todo era silencio, solamente se escuchaba el crepitar y crujir de la nieve cuando las botas, donde se hospedaban mis pies, lentamente rompían aquella sábana misteriosa. De vez en cuando de los parrales o de las copas de los pinos,  doblegados por el peso de la nieve, caían algunos cúmulos que, al bambolear sobre el aire, se desperdigaban creando en el ambiente una neblina especial.




 Los gorriones, aquellos gorriones, que no son como los de hoy día, ya que podemos pasar a su lado sin que apenas se inmuten, también se desenvolvían con más lentitud y la huella de sus patitas eran las únicas que habían roto nuestro lienzo. Creía que era el primero en caminar por aquel paisaje lleno de encanto y misterio; mi sorpresa fue el ver que alguien oteaba, desde el fondo del paseo central, vigilando sus trampas por si algún pajarillo podía ser presa de ellas.


Poco a poco fue llegando la grey infantil, pequeños y mayores todos ufanados en jugar haciendo bolas que desde lo alto del “palacete” iban como proyectiles a dar sobre los demás alumnos y sobre todo alumnas que forzosamente tenían que pasar por debajo, donde se encontraba el camino central, para ir a sus cármenes respectivos.
La sultana Alhambra, aquella mañana se había vestido de fiesta y cubierto su cabeza con una gran peineta y mantilla blanca, desde el horizonte nos saludaba.
El sonido de la campana, que nos invita a entrar en clase, llega a nuestros tímpanos como si viniese de un país lejano,  perezoso, lento, y parece como si nuestros cuerpos se resistieran a entrar en el interior del aula.
 
Llega doña Carmela, es la maestra del curso cuarto, también quiere jugar con nosotros y lanzarnos  bolas; la clase está al final del paseo central, lindando con la huerta de Fernando el jardinero.
El aula es amplia, con grandes ventanales, durante todo el año permanecen completamente abiertos. Alguien se preguntará: y ¿hoy nevado y con tanto frío, también están abiertos? Pues sí señor, hoy nevado y con tanto frío;  es que doña Carmela era una gran profesional, pero algo rarilla en estas cosas. Contaba  que su médico le había recomendado, para no resfriarse, que el cuerpo debía de tener siempre la misma temperatura, tanto en el interior como en el exterior de la clase, de ahí esta manía que todos los alumnos tuvimos que soportar.
La clase se le llamaba "la de los Papas”, ya que la circundaban todas las fotografías de los Pontífices desde San Pedro hasta el que por aquellos entonces estaba, Pio XII.
¿Quién no recuerda las caricias de esta profesora, con sus grandes “manazas”? las dejaba caer, según ella, de forma cariñosa, sobre nuestras débiles espaldas o a veces con fuertes apretones sobre nuestros mofletes, quizás para sacarnos los colores y que entraran en calor. La tabla de multiplicar era todos los días cantada, constituyendo toda la clase un verdadero orfeón, en donde no podía fallar ni la letra ni la música.
Delante de la clase,  limitando con el “palacete”, había un tapial y sobre él un mapa de España, otro de la provincia de Granada y entre ambos el escudo de la ciudad.
Seguía un mural con el relieve del Corazón de Jesús (actualmente sigue en el mismo espacio, aunque con ambiente natural diferente), unos grifillos de agua delante y, junto a la acequia, una inmensa sabuquera, planta de la que obteníamos los mejores troncos para nuestros “sabucos”, que en este tiempo de invierno venían estupendamente para poder calentarnos las manos haciendo competiciones para ver cual crujía más fuerte, qué baqueta tenía más fuerza y qué taco de estopa dolía más al salir como una bala de cañón por el orificio de estos magníficos sabucos. Esta era nuestra calefacción que reconfortaba nuestras manos o a veces la de una piedra que, calentada en el hornillón de
la casa, algún compañero traía y pasándonosla de  unos a otros, ¡qué gran imaginación!, nos hacíamos creer que nos calentaba.
Por allí pasaba la acequia aquella que nos legaron los moros, procedente de la presa de Jesús del Valle, bautizada con el nombre de San Juan.
Nuestra acequia era nuestra, y repito esta palabra porque era un elemento más de nuestras vidas y de nuestros juegos; actualmente está allí pero ya no es nuestra o por lo menos de los niños actuales, está sepultada, está muerta, no tiene vida, no se la ve. Nuestra fantasía era tal que con un simple palito nuestra imaginación montaba un gran velero y pronto las competiciones estaban a la orden del día lanzándolos desde la altura de la clase de D. José “el de la música” pasando por diversos túneles al final de los cuales les esperábamos para ver quien salía primero hasta llegar a la meta y proclamar al campeón. Que nos vengan los niños de hoy día, con sus magníficos juguetes, muy sofisticados, pero con anulación total de la imaginación, a suplantar nuestros quiméricos veleros de papel construidos por nosotros.
 
 
Siguiendo el paseo, a la derecha, una escalinata de ladrillo con tres grandes escalones casi en forma semicircular, servían para dar la clase al aire libre; una inmensa nogalera, en medio de aquella recoleta plazoleta, frente a estos escalones, de cuyo fruto que, de vez en cuando y cuando menos no nos lo esperábamos, caía sobre nuestras cabezas produciendo el deleite de aquel que tenía la suerte de atraparlo.
Tres mapillas a continuación, uno de Europa, otro mundi y el tercero de España, bañados por el agua que generosamente le servía la acequia, esa acequia que no sólo era juego, alegría y diversión sino que era pedagogía y enseñanza para la Geografía, era fertilidad para las huertas y los jardines, era higiene y salud para el cuerpo y murmullo, música sinfónica orquestal que envolvía y nos envolvía en el ambiente. (Los mapillas allí están pero ese entorno ambiental pasó a la historia).   Quiero dedicar un emotivo elogio a esta maestra doña Carmela, Carmen Cruz Molino, última maestra, desaparecida hace unos pocos años, que tuvo la suerte de conocer, de niña, a D. Andrés Manjón, que con su forma de hacer y enseñar, con su pedagogía “sui generis”,  largas y extensas listas de alumnos, pasaron por sus manos, le estaremos sumamente agradecidos.
Para terminar este artículo, uno más de esta larga serie en la que seguiremos recorriendo el Colegio de nuestra infancia, quiero dedicar un elogio a esta nuestra acequia y para ello nada mejor que hacerlo con poesía, con esa con la que en más de una ocasión nos deleitó nuestro avemariano ya fallecido, Manuel Benítez Carrasco.
          
                            ORACIÓN A LA ACEQUIA DE MI ESCUELA.
 
Agua de mi Escuela,
acequia de Dios.
Un Ave María,
y el Padre Manjón
con su borriquilla,
con su bendición,
como en Galilea
Dios Nuestro Señor.
 
Agua de mi Escuela,
cristal de mi niñez.
Niño, niño, no
la dejes perder.
Puede que algún día
tenga el Señor sed,
y entonces no tengas
qué darle a beber
si no es agua amarga
de vinagre y hiel.
 
Agua de mi Escuela,
acequia de Dios;
canta, corre y canta                                                              
y dame tu son
que hoy te necesito
por mi corazón.
Yo, desde mi cuna,
soy agua también,                                              
mitad ya cansada,
mitad por correr
mitad ya vencida,
mitad por vencer.
Dame tus recuerdos,
¡me hacen tanto bien!
Y dame tu gracia
y tu sencillez, ahora,
en mi vida y en mi muerte. Amén.
 José Medina Villalba.

 

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